Nací en una familia acomodada el día catorce de julio de mil novecientos ochenta y uno. Mis padres me llamaron Mauricio, en honor a uno de mis abuelos, que mi madre le respetaba mucho. Pasaron dulcemente los primeros años de mi vida, tenía todo lo que quería, era un niño simplemente feliz.



A los 4 años comencé a ir al María Reina Inmaculada, un colegio con un prestigio increíble, muy caro. Pero mis padres querían lo mejor para mí. Pasé una infancia normal, sin ningún tipo de problema, ya que físicamente no tenía defectos, y generalmente me solía llevar bien con los demás compañeros.



Pero no siempre iba a vivir en el mundo de la felicidad, a los 9 años mis padres tuvieron otro hijo, concretamente una niña llamada Lucía. Estaban muy contentos con ella, pero a mí me dejaron de lado. Se olvidaron completamente de mí, literalmente.



Empecé a forjar un odio inmensurable hacia las mujeres, concretamente sobre mi hermana. Ya no llevaba tan bien los estudios, y tres años después tuve que repetir octavo de primaria. Mi hermana crecía feliz mientras que yo seguía hundiéndome en mi envidia. Mis padres ni se inmutaban de mi repentino cambio de personalidad. Empecé a desarrollar un sentido crítico enorme hacia las personas, con sólo mirarlas un poco ya conocía su forma de ser. Con 15 años, ya había repetido varias veces varios cursos, pero mis padres seguían embobados con Lucía.

Un día, me interesé por la informática. Veía en los ordenadores una manera de escapar de mi asquerosa realidad. Y tenía talento para estas cosas.



Mis padres se preocuparon por primera vez en mucho tiempo, no les parecía bien que me pasase días y días encerrado en mi habitación viviendo en mi mundo tranquilo, así que decidieron meterme a un campamento de verano.



Estaba situado en el valle de Liébana, dos meses de convivencia con estúpidos adolescentes, que aunque tuviesen mi misma edad, no podrían comprender mis complicados pensamientos. Dejando aparte mi opinión sobre ellos, no me parecieron nada duros los dos meses que tuve que pasar privado de mi querido ordenador, incluso les resultó raro a los monitores que a un chico de 15 años aficionado a la informática le fuese tan sencillo sobrevivir en un bosque, conocer los diferentes tipos de árboles, e incluso cazar algún que otro animal.



Cuándo llegué a casa, mis padres me dijeron que el año siguiente también iba a ir a ese campamento, ya que habían recibido buenas noticias mías. Empecé a confiar un poco más en ellos, y mi hermana me empezaba a coger aprecio. Todo lo que había podido odiar empezaba a gustarme, y en cierto modo mis padres y mi hermana comenzaban a prestarme mucha más atención. Viví seis meses con completa felicidad, mis padres me inscribieron a un campo de tiro, dónde podía practicar algo que me gustaba.



Al fin, llegó un día que quiero olvidar. Tenía 17 años. Cuándo llegué a mi casa en el Sardinero, después de venir de clase, me encontré la puerta destrozada, la casa patas arriba y ningún rastro de mis padres ni de Lucía. En la habitación de la niña encontré a mi madre llorando. Me dijo que unos secuestradores se la habían llevado, y que mi padre había ido a la comisaría a denunciarlo. En menos de un minuto oí las sirenas de la policía y empezaron a investigar por la casa.

No se supo más de mi hermana, y el caso se dio por cerrado dos años después. No se sabía nada de los secuestradores, mis padres no volvieron a ser los mismos, y yo mismo me lamentaba de ser tan egoísta. Si al menos hubiese podido hacer algo...



Nos mudamos a una urbanización de gente adinerada en Torrelavega, no queríamos volver a Santander bajo ningún concepto. Decidí encerrarme en el ordenador, iría a clase a hacer bulto, no servía para nada más...

Hasta que un día conocí a alguien en el chat, alguien que me dijo que yo no era normal...